Galletitas Merengadas 93 gr

¡Ah, qué tiempos aquellos, cuando la infancia se vivía con la simpleza de un mate cocido y el silbido del viento entre los pastizales! Era yo, un gurí con más sueños que sombra y un ingenio propio de los que crecen en la llanura, rodeado de historias de fogón y madrugadas de rocío. Y en mi mano, la joya más codiciada de aquellos días: una galletita merengada.

No había faena que me hiciera perder el ritual: sentarme bajo el viejo ombú, mirar al horizonte como quien busca secretos en el cielo y, con la paciencia de un domador, separar las dos mitades de la galleta. Primero, un crujido suave, como el canto de un tero en la siesta, y luego, la aparición de aquel relleno blanco, cremoso y fragante. ¡Ah, ese dulce manjar era más valioso que un lazo trenzado por el abuelo!

Con la punta de un dedo, me llevaba al paladar el relleno, despacito, como quien guarda un secreto. Lo saboreaba con el ansia de un potro joven que prueba el agua fresca tras el galope. Y luego, las dos mitades de la galleta, desnudas pero orgullosas, se convertían en el remate de aquel festín.

Así pasaban las tardes, entre risas y meriendas, con el sol tiñendo de rojo las sombras largas del campo. Y si alguno preguntaba por qué siempre dejaba las galletas sin relleno, solo les respondía con una sonrisa traviesa y un “cosas de gurí”, mientras el viento llevaba mi risa entre los pastos, allá donde los recuerdos se hacen leyenda.