Mantecol 253 gr

El Mantecol Clásico de 253 g es un verdadero emblema de la repostería argentina, conocido por su textura inigualable y su sabor que combina la esencia del maní con un toque de dulzura que enamora. Este dulce ha estado presente en las mesas argentinas por generaciones, siendo un compañero infaltable en reuniones, celebraciones y momentos de compartir. Su consistencia suave y desmenuzable lo hace irresistible al paladar, convirtiéndolo en el snack perfecto para disfrutar en cualquier ocasión.

Con su práctica presentación de 111 g, es ideal para llevar contigo, para compartir con amigos o simplemente disfrutar solo como un capricho. Cada bocado de Mantecol Clásico transporta a la infancia, a las tardes de verano y a las fiestas de fin de año, donde este dulce era el protagonista indiscutido. Su receta, que se mantiene fiel a la tradición, es un recordatorio de que lo simple y lo auténtico siempre tienen un lugar en el corazón. Disfruta del Mantecol Clásico y revive los momentos más dulces de la vida.

José Dolores, conocido en el pago como "el Criollo de mil batallas", tenía fama de hombre recio, de esos que se enfrentan al destino con la firmeza de un quebracho. Sin embargo, pocos sabían que en el fondo de su corazón endurecido, había un rincón reservado a un pequeño placer terrenal: el Mantecol. Sí, ese dulce que traía a la memoria los días de feria y las risas de los chicos correteando bajo el sol.

Una tarde de verano, cuando el horizonte quemaba con un resplandor de fuego y la tierra crujía bajo las botas, José Dolores llegó al boliche de don Braulio, el almacén que guardaba secretos y tesoros que sólo la ciudad conocía. Sus botas levantaban polvo y su poncho ondeaba con el viento como una bandera de batalla.

—Don Braulio, ¿le ha llegado el encargo? —preguntó con la voz ronca, casi como un gruñido.

El viejo comerciante, con una sonrisa pícara y los ojos brillando bajo el ala del sombrero, asintió despacio y, sin decir palabra, sacó de detrás del mostrador un Mantecol envuelto en papel, blanco y crujiente como el primer frío de julio. José Dolores lo tomó con manos firmes, pero en el brillo de sus ojos se notaba la ternura, un gesto raro en un hombre como él.

El aroma dulce le llenó las narices, y cuando iba a darle el primer mordisco, un grito cortó el aire.

—¡Alto ahí, José Dolores! —bramó un forastero que entraba con la furia de un vendaval—. Ese Mantecol es mío, me lo deben desde la última partida de truco.

El gaucho se giró, con la calma de quien ha conocido la pólvora y la muerte, y esbozó una media sonrisa.

—¿Por un dulce, te vas a jugar la vida, paisano? —preguntó, sin soltar el Mantecol de la mano.

El forastero, terco y hambriento, asintió con un brillo de desafío en los ojos. No hubo más palabras; en el campo, a veces las cosas se arreglan con silencios y miradas. Los dos hombres se enfrentaron, y en un parpadeo, el trueno de los cuchillos silbó en el aire, como un tango que se baila sin música.

La pelea fue breve y el forastero cayó, no tanto por la destreza de José Dolores sino por el hambre y la ambición que lo cegaban. El boliche se llenó de murmullos y hasta los grillos guardaron silencio. José Dolores miró el dulce en su mano, ahora con un manchón de polvo y orgullo, y soltó un suspiro.

—De la muerte se vuelve, pero el Mantecol... ese se merece —dijo, y dio el mordisco más sabroso y lento que la pampa había visto jamás.

Y así, la leyenda de José Dolores, “el Criollo que defendió su Mantecol”, pasó a ser parte de las charlas al calor del mate, un recordatorio de que en la vida, hasta los más duros tienen un punto débil. Y a veces, ese punto es tan dulce como un recuerdo envuelto en papel blanco.